De la pertenencia institucional a la escucha de lo contemporáneo: Avatares del quehacer en la clínica psicoanalítica.
Mtra. Nadina Perrés
Recuerdo perfectamente esa intrigante pregunta planteada en el propedéutico de la formación del CPM, por ahí del año 1999: ¿Quién habla por tu boca? Cuestión que sigue girando a lo largo de cada seminario, en cada lágrima vertida en el diván, en cada paciente aquejado por un dolor que le es propio y a la vez inaprehensible. En aquel entonces yo era una recién egresada de la carrera de psicología, de la UAM-X, de donde era natural continuar la formación en el CPM.
Mucha gente relató en aquel propedéutico que habían hecho una exhaustiva investigación sobre las instituciones que ofrecían formación en esa época (porque ahora ya se inseminan e impregnan la ciudad). Entonces habían elegido el CPM por esa contradicción esencial entre ser un modelo de institución que parece no querer instituirse, y también, porque, por supuesto, es un lugar donde se lee a Freud. (Cosa que entre otras cosas valoro sobremanera que siga sucediendo). Formar parte del CPM como formando era también adscribirse a un modelo de psicoanálisis que remite a pensarse en la clínica, en la reflexión teórica, en una posición ética que refiere a la imposibilidad de autorizarse desde legalidades formales y configurarse en una autorización tan singular como confusa. ¿Cuándo nombrarse psicoanalista? ¿Qué significa eso? Recuerdo las primeras tarjetas que mandaron a hacer mis colegas, con su nombre acompañado de la leyenda “terapia psicoanalítica”. Como si por anteponer la palabra terapia, uno se quitara cierta responsabilidad de ese nombre tan lleno de idealizaciones sostenidas por transferencias.
En mi caso, el recorrido por otras instituciones psicoanalíticas vino después, cuando me respondí a esa pregunta formulada en el propedéutico, con ayuda de Joaquín Sabina y me dije: “Esta boca es mía”. Caminar por otras instituciones psicoanalíticas me permitió reconciliarme con mis inconformidades sobre el CPM. Tuve una experiencia como docente en una institución donde me exigían que les hiciera un examen escrito a los alumnos terminado el semestre, evaluando su saber sobre la teoría psicoanalítica, como si por ello uno pudiera acercarse al orden de la transmisión y la posición ética-epistemológica. Visitas en otras instituciones psicoanalíticas de renombre me han dejado siempre ese mismo sabor de boca, o estrechez de cintura, porque siento que el cinturón está tan apretado que la posibilidad de acercarse al acto de la creación y de la experiencia no pasa por ese tipo de formación. Así, los recorridos por otras instituciones me han generado el mismo desazón. Reconozco, sin embargo, a quienes, de manera singular, se han apropiado de un decir y hacer, más allá de la institución a la que dicen pertenecer. Y luego están los otros, los afortunados huérfanos, los que se han atrevido a ir por la libre, y en cuyo caso, lo propio se adquiere y actualiza constantemente, pero la falta de un apellido también configura un modo de hacer y actuar muy particular que siempre se desdibuja, como sucede siempre en la práctica clínica misma.
Ser parte de una institución o no serlo, como formando, como miembro activo, como simple “oyente” no sólo es un tema de asistencia sino de pertenencia. Y la pertenencia también configura los rasgos identitarios que van conformando los nuevos saberes.
Se topa uno en los congresos a ciertas personas que con recelo expresan a qué institución pertenecen, o donde se formaron, y cómo esto genera también una apropiación de la palabra psicoanalítica desde un lugar muy particular. Se abren los ojos, o se hacen gestos frente a las nominaciones de pertenencia, como si por tener dicha inscripción se fuera parte de todo lo que esa institución vive y sufre en crisis constantes como el psicoanálisis mismo. ¿Cómo apropiarse de los huecos institucionales? Y también: ¿Cómo quedar exento de ellos?
Nominaciones que sólo se sostienen desde sus representaciones imaginarias dentro de un medio que no hace más que juzgar y criticar con la ignorancia de quien no ha pisado sus propias tierras movedizas.
Elegir una institución para formarse puede ser un pasaje o una inscripción. Cada uno con sus fantasmas. Yo aún cuestiono si elegí al Círculo, o él me eligió a mí. Desde la formación, y después como coordinadora de seminario, me he esforzado por hacer reflexión crítica sobre los supuestos básicos en los que se sostiene esta pertenencia que conlleva lo individual, lo grupal, lo social, los imaginarios y los tan dolorosos instituidos enajenantes.
Promover actos instituyentes implica suscitar un compromiso y responsabilidad. Dejar de pensar la institución como la madre suficientemente buena, y apostar a la creación en conjunto, porque, solemos olvidar que la institución somos todos, y sus quehaceres dependen de nuestro propio nivel de intervención y responsabilidad ética. Estamos tan acostumbrados a quejarnos de los lugares impuestos, que sostenemos un lugar de víctimas frente a un monstruo institucional, frente a una historia que parece ajena, y que, de alguna manera nos pertenece en tanto la manera de habitar la institución en el día a día.
Las crisis de las instituciones psicoanalíticas se inscriben en el marco social, y no tenemos derecho de obviarlo. Por otra parte, el entretejido del que forma parte la institución psicoanalítica, desde sus orígenes, forma parte del lienzo singular donde se inscribe el deseo de formarse desde uno y otro lugar.
Entonces tenemos diferentes terrenos para pensar la institución. El Círculo, aquel idealizado en nuestra primera elección, que se va cayendo porque a veces confundimos las figuras que lo sostienen con la ideología base que da pensamiento y estructura. Esfuerzos múltiples por historizar se han generado hace unos años, y, como todo tratamiento de la historia, aparecen inaudibles que confrontar para posicionarse nuevamente.
Denegar la familia donde aprendimos el código moral y la forma de aproximación teórica, es tan sintomático, como cómodo. Pero nada se aleja más de la posición del psicoanálisis que yo mamé, aquí en el Círculo.
Nuevos valores, nuevos imaginarios.
El Círculo, con sus profundas contradicciones, me ha enseñado que el anudamiento entre teoría, clínica y análisis personal es indispensable. Pero más aún, ubicar los malestares singulares en el contexto histórico-social me resulta imprescindible. Pensarnos hoy tiene que ver con poder entender todas las placas tectónicas[i] que establecen las bases de estas instituciones. Empezando por el lenguaje y sus códigos. ¿Qué valores constituyen los estándares de esta época y cómo escucharlos con su propia estructura y a la vez, no soltar el padecimiento que les da fuerza? El lenguaje, nuestra primera institución, danza en códigos que establecen lenguas y modos de enunciación. Y ahí está nuestra verdadera naturaleza social, en estas modificaciones y re-condicionamientos. ¿De qué olvidos somos resultado en esta generación y cómo se escuchan los síntomas sociales desde la clínica de lo auténticamente singular?
Disfruto mucho el cine de Asghar Farhadi (El cliente, El pasado, Nader y Simin: una separación), porque plantea siempre problemáticas sobre la moral, la dignidad, el dolor por el destierro, el honor, la compasión, entre otros conflictos, que siempre me dejan la cabeza dando vueltas.
En una tarde de ocio, mientras miraba los premios Ariel del presente año, quedé fascinada por el discurso de Isabela Vega. En dicha entrega los premiados aprovechaban el micrófono para hacer denuncias sociales por encima de sus agradecimientos estandarizados; sabemos que en México existe un escaso apoyo a la producción artística, así como a los derechos de salud, al deporte, y a otros tantos supuestos básicos que deberían sostener una sociedad. Esta mujer de la que les hablo, expresó denuncias a diferentes niveles, desde la pertenencia identitaria como una gran familia al interior del cine mexicano, pasando por la inseguridad que se vive en nuestro país y que nos deja temerosos de salir a la calle, hasta hacer pública esta dolencia en nuestro lenguaje. No recuerdo la frase exacta, pero justamente se preguntaba por qué hay tantas palabras en desuso, como la ética, como la dignidad, la compasión. Palabras que estaban en la expresión común y que han sido destituidas por otras (que no quiero decir, pero ya lo estoy diciendo: mucho más vacías). ¿Es que hemos dejado de sentir estas emociones por no poder nombrarlas? ¿Dónde están cuando el corazón palpita de manera inexplicable?
Entonces me pregunto ¿desde dónde escucho en la clínica? Si realmente estoy pudiendo leer estas nuevas formas comunicativas o si acaso la sensación de muchos pacientes sobre la ausencia de sentido, tiene que ver con el olvido de palabras que designaban emociones que permitían enunciar y por tanto darles existencia. ¿Será que al no poder nombrarlas no hemos podido reducir la angustia que vive detrás?
¿Cómo pensar-nos en un país donde lo desaparecido se normaliza? ¿Qué compromiso tenemos los psicoanalistas frente a estas lagunas de sentido que marcan el discurso social y que configuran también un modo de ejercer nuestro oficio? ¿A donde apunta nuestra escucha sobre la palabra singular cuando está siendo oprimida por la lógica del olvido y la represión?
Esto es lo que tenemos que aprender a escuchar, y esto no depende de un asunto de técnica psicoanalítica, si contestar o no un inbox de Facebook a un pedido de cita para psicoanálisis. Nuestra tarea es pensar metapsicológicamente la clínica desde los nuevos malestares y las nuevas formas de enunciación. Es decir, cuestionar el lugar de la pantalla que rige nuestras vidas, no sólo en términos psicoanalíticos y sobre lo especular y el resto de este intermediario, sino en términos del verdadero lenguaje contemporáneo que nos configura en el día a día. Dice Colina en su texto Melancolía y Paranoia (2011): La lengua es el caparazón lingüístico que reboza la realidad para volverla cognoscible, de forma que, cuando se resquebraja, las cosas dejan de estar en su sitio natural y se descolocan o avanzan hacia uno cargadas de una oscuridad inefable y enigmática.
Sigo pensando en las instituciones que nos rigen hoy, y en los valores que se persiguen. ¿Cuáles resultan ya insostenibles? Si el lenguaje era el primer cómplice desde donde uno construye su escucha, qué estamos haciendo hoy por escuchar estas nuevas formas de enunciación que configuran las nuevas subjetividades?
Se me viene a la mente la inverosímil realidad política que vivimos a nivel mundial. Pienso en Trump, en la enojosa sorpresa que siempre me produce escucharlo, “¿por qué Trump es presidente? ¿Quién lo votó? ¿Quién quiere a alguien así ahí? Y entonces me llueven decenas de razones, pero hay una, que me compete sobremanera si quiero entender un poco la tierra que piso. Obviamente la gente no se identifica con su diplomacia, nadie puede pensar que es un tipo mesurado. ¿Qué representa este señor y cuáles son los alcances de esto? Trump, en su investidura enorme de poder, representa en últimos términos: dinero, mucho dinero. Y mucho dinero representa también el poder, como uno de los valores de éxito de la época tal y como lo han ya trabajado sociólogos como Baumann y Byung Chul-Han, por nombrar a los autores que están de moda.
¿Sobre qué bases edifica nuestra cultura sus estándares de felicidad? ¿Acaso hoy amar y trabajar sostienen la posibilidad de un psiquismo sano? Si las aspiraciones de muchos de nuestros jóvenes son convertirse en youtubbers como figura de éxito, estamos en el terreno de lo efímero, del consumo y la imagen. ¿Dónde queda el porvenir de una ilusión? Es que podemos entender el concepto ilusión con el mismo sentido con el que lo aprendimos con Freud? La ilusión remite al tiempo futuro, y para ello hay que poder situarse en un lugar que demarca también la línea del tiempo de lo vivido y experimentado. Para ello, requerimos el tiempo de la contemplación.
Contemplar es dar tiempo al orden de la experiencia y los medios insisten en hacernos vivir sus experiencias estandarizadas y medibles para seguir siendo objeto del mercado. El mercado que configura también el deseo y genera un perfil predecible de los posibles intereses para seguir enviando ofertas de consumo y deshumanizar al sujeto. Ya no rompemos una foto porque ni siquiera la tenemos, tener es perder, mejor contar con la nube que lo tiene todo y a la vez nos deja en este lleno-vacío tan representativo de la época contemporánea. Nos comportamos como cachorros, distraídos con cualquier cosa que llame nuestra atención, porque el tiempo de la instrospección, el tiempo de la contemplación parece fuera de moda.
Hoy perseguimos poder para comprar lo efímero. Cada elección que hacemos desde las TIC, genera un perfil de usuario que produce nuevas ofertas que se asemejen al primer deseo que produjo la elección, el like, la compra, la visita a una página web. A cada compra recibimos una dosis de ideales sociales estandarizados por la lógica neoliberal de consumo para, desde ahí, aspirar a ser mirados y reconocidos. En última instancia, seguimos persiguiendo la mirada de reconocimiento, las formas para ello han cambiado, y la técnica psicoanalítica se desplaza con la inventiva de quien sostiene su clínica con la creatividad que le sugiere su propia acción. Esfuerzos aislados para acceder a una lógica diferente donde tratamos de hacer traducción al único lenguaje que hemos aprendido desde el psicoanálisis, sin contemplar todo lo que se pierde en ese orden de traducción y que inevitablemente genera los grandes huecos psíquicos que seguirán actuando en nuestros pacientes hasta que no encontremos un código común.
La realidad virtual se convierte en la nueva experiencia. En este sentido, no importa si el evento fue vivido o no en la realidad siempre que haya sido vivido como experiencia. Esto quiere decir que la realidad virtual deja marcas psíquicas en el mismo orden de cualquier experiencia que, aunque no sea vivida, se inscribe en el orden de la fantasía. Ya lo decía Freud cuando da cuenta de la escena primaria, no importa si existió la experiencia de haber sido testigo de ella, se inscribe en el orden de la experiencia de la misma forma por su lugar en la fantasía. Y ¿qué es la Realidad Virtual sino más que una ficción armada de fantasía?
Y la Realidad Aumentada que no es más que un tipo de alucinación social y normalizada, Entonces, ¿cómo escuchar la clínica con una demanda que se establece en los límites de esta lógica cultural tan ajena a lo que vivimos antes de que el internet dirigiera nuestras palabras con predictores y formas enunciativas como los emoticones que sólo obturan nuestra capacidad singular de enunciar y al mismo tiempo enunciarnos? (hay gente que puede mantener una conversación escrita por medio de emoticones únicamente).
Pensar desde lo pensado ya no es sostenible. Las bases teóricas nos deben llevar a hacer preguntas, más que aferrarnos a certezas de antaño. ¿qué hay del nuevo malestar de la cultura si este no se inscribe ya en la culpa?
¿Cuáles son las nuevas creencias que sostienen las formas de condicionamiento desde la religión, cuando la fe se asienta en un imaginario más eficaz, más primario, más narcisista como lo son la imagen y la popularidad?
Pareciera que vivimos en el simulacro de nosotros mismos, hasta que, la desgarradora realidad se impone como parteaguas donde el tiempo vuelve a hacer su inscripción. Entonces, en el aniversario de una de las más grandes tragedias en nuestro país, se hacen coincidir nuevos derrumbes. Lo actual del desastre se monta sobre los duelos de ayer, vividos o no en el orden de la experiencia, pero con enormes efectos.
El sismo del presente año, reestructuró las vías vinculares en una sociedad fragmentada. El protagonismo se cubrió de una nueva esencia a modo colectivo. Ante la imposibilidad de creer en nuestras instituciones, el pueblo tomó las ruinas de deseo en sus manos, para hacerse cargo de una pregunta que no terminaba de formularse. Esta vez, parecía que por fin había algo que hacer, espacios donde participar, albergues donde llevar nuestras ansias de movilidad, algo por construir. La sociedad necesitaba un derrumbe para salirse del juego especular y mirar al prójimo más allá de sí mismo y su pantalla. Una nueva huella ha marcado a los jóvenes, cuya representación aún no tiene palabra, a la espera de una nueva investidura para hacer emerger algo más propio. Acción pura que pretende hacer ligadura y reestablecer el orden del tiempo, un intento por salir del juego de una actualidad arrasadora. Ante la presencia de la muerte, la vida se resignifica. Hasta que la normalidad vuelve a consumirnos en el orden del deseo.
Yo reconozco las instituciones que me habitan, porque me formaron y siguen actuando en mí. Pero también me obligan a ser responsable de mi actuar en una sociedad que está cambiando con más rapidez de lo que nuestras reflexiones teóricas se producen. Creo que estamos aletargados, y que nos compete pensar y actuar en función de lo que hemos aprendido desde los orígenes de la experiencia psicoanalítica en todos sus terrenos. No se trata de cargar con los malestares sociales, más bien: hay que hacerse cargo. El psicoanálisis sigue siendo un oficio de hilar fino, y una profesión que denuncia porque desde sus orígenes se propone tirar investiduras e identificaciones y sostener lo propio, cuando se alcanza a mirarlo. El psicoanálisis no puede normalizarse, dejar de pensarse, debe indagar en los terrenos más oscuros de sí mismo y de la psique, para de entre los escombros ofrecer nuevas alternativas que apuntan a la libertad. Los que nos nombramos psicoanalistas, somos sus agentes.
Esto no se aprende, se memoriza, ni se evalúa con exámenes o contando horas de supervisión y de clínica. La posición singular del psicoanalista es efecto de la casa donde mamó lo valores que dan sentido a su actuar. Yo viví diferentes momentos del Círculo, pero desde todos ellos, he reafirmado este lugar crítico que me enorgullece y que también ha determinado mis elecciones. Regresar es siempre reformar, y en este acto, no es posible obviar los senderos que ya fueron pisados, cada retorno es un compromiso con el futuro en tanto que podamos, como decía Freud, engarzar el tiempo desde la cadena del deseo.